martes, 6 de noviembre de 2007

IN MEMORIAM

Un día de primavera volviendo del colegio, al pasar por un bloque nuevo, muy cerca de mi casa, había unos chavales jugando al fútbol; una voz me espetó:” ¿un partido?”. Levante los ojos y le vi: Provenía de un niño alto, moreno y delgaducho. Vestía unas botas de fútbol mobe, negras con rayas blancas, unas medias blancas caídas hasta el tobillo que descubrían unas piernas muy delgadas, un pantalón blanco y una camiseta también blanca, del colegio los olivos. Pisaba el balón con el pie izquierdo en pose desafiante, y tenia una mano por debajo del pantalón; con la otra se movía continuamente el flequillo hacia atrás.
¿”Qué”? Pregunté. “Que si quieres jugar”, me dijo. Tenía una sonrisa mezcla de pillería y afecto, y una expresión estrábica que lo hacía muy desconcertante. “Si” dije, a pesar de mi timidez. No se porqué, me inspiró confianza. Esa fue la primera vez que le vi en mi vida.

Han pasado treinta años. Ayer le ví por última vez, durante unos segundos. También iba vestido de blanco. Tenía esa misma expresión en la cara.

Ya nunca me separaría de él. Aquel niño pendenciero y cariñoso se convirtió en parte de mi vida. El tenia doce años; yo once. Hace treinta años de esto, pero lo recuerdo como si fuera ayer. “Treinta años Guti, treinta años aguantándonos” me decía.

Ese mismo día le oí por primera vez una expresión que le acompaño siempre:
“pues no me bajo del caballo”.
Jugamos al fútbol, por supuesto. Y después jugamos al ping-pong, al ajedrez (mi padre nos enseñó a ambos y él fue el aventajado), a peleas de piedras, al trivial, al risk, a lo que fuera… No he conocido nadie mas lúdico que el, que disfrutara tanto jugando. También amando, sintiendo, ayudando….Era vida en estado puro, sentimiento a borbotones, intensidad…. Quizás por eso nos hacia sentir tan confortables a su lado.

También jugamos al tenis. Deporte imposible: 90 % de talento, y 0% de paciencia; ¡que pena que no se pudiera empuñar la raqueta con el corazón! Así no hubiese tenido rival. Infinito tiempo entre bola y bola; le daba tiempo a pensar demasiado: a quien iba a llamar después, con quien iba a salir, que deporte ponían en la tele, en los rizos de Ronaldinho o en a quien le iba a vender una línea nueva de móvil….Demasiado pensar, una mente portentosa a pleno rendimiento. Y por supuesto, pensar en correr hacia quien tenia algún problema o se pudiera sentir mal para estar con el cuanto antes. Por esta razón dejaba lo que fuera y a quien fuera. Hacia suyo cualquier mal ajeno. Quizás por que no le gustaba nada sufrir comprendía tan intensamente el dolor. Un día me contó la causa del estrabismo: por supuesto fue defendiendo a quien lo necesitaba, a su hermano pequeño, Enrique. Yo creo que lo sentía más como un estigma interior que exterior. Ahora creo que marcó su vida, su destino. No he conocido nunca nadie que se vuelque así con quien lo necesita.

Ayer, al vernos a todos, seguro lloró por vernos llorar; sufrió por vernos sufrir; padeció por no poder darnos consuelo. Nuestro dolor se hizo suyo. Nuestro dolor fue su dolor.

Cuando crecimos, empezamos también a jugar a algo que después estuvo presente en su vida para siempre: las mujeres. He de reconocer con resignación que en este juego particular siempre me ganó de largo. Creo que a mi y a todos. “Con esa nariz”, pensaba yo….pero no había manera de competir con el.
Toda chica que lo conocía se prendaba de el. Según hemos visto además, para siempre…

Treinta años después, su sepelio nos volvió a recordar que fue único en eso; como en tantas otras cosas.

Tuve la suerte ir creciendo junto él. Su espiral de cariño no tenía fin; todo el que se acercaba sucumbía. Buena prueba de ello somos todos y cada uno de nosotros. El creó y moduló a su alrededor un grupo de AMIGOS que ahora nos ha legado. Su mejor herencia, incalculable valor.
A su encanto, a su amor, a su humor, a su inteligencia fuera de lo normal y por supuesto y fundamental, a su “no me bajo del caballo”: “No voy a tal bar, no como en un chino, no salgo por el puerto….” Y nos llevaba a todos engañados al “Parioli”. Y todos íbamos encantados.
Y a su magnetismo personal, que hacia, no se como, que todo el que estuviera a su lado se sintiera mejor.
Y yo me sentía un privilegiado. Como me he sentido durante todos y cada uno de estos treinta cortos años. Posiblemente por que era mi alter ego. Hacia fácil y sencillo todo lo que para mi era imposible. Creo que todos los que le hemos conocido le debemos algo.
Yo desde luego. Mucho de lo que soy se lo debo a él. En todos los sentidos.
Me es imposible pensar que hubiese sido de mi vida sin él.
Decir ahora que era nuestro eje es banal. Y aterrador.
¿Quién nos llamará, nos organizará, nos coordinará? ¿Quién hará posible que nos veamos todos, que todos sepamos de todos? ¿Quién nos dirá que hacer, donde ir? ¿Cómo? ¿Y Cuando?
¿Quién nos unirá? ¿Quién nos va a cuidar y a consolar? ¿A quien llamaré cuando necesite auxilio?
¿Quién, KIKO, nos hará sentir que seguimos vivos?

Treinta años después nos ha dejado solos de nuevo. Como antes de conocerle.

Durante todos estos años, hemos crecido, aprendido, sentido, odiado.
Hemos reído y hemos llorado. Hemos amado y nos han amado, (esto sobre todo a el).
Me ha enseñado tantas cosas que no puedo escribirlas. Ni se. Ni quiero.
Hemos discutido mil veces y reconciliado mil una. He llorado en su hombro y él en el mío.
Es curioso lo que puede hacer el dolor; ahora me conforta que llorara tantas veces sobre mi hombro. Yo solo le pude llorar dos días antes de que se fuera para siempre.

Nunca llegó a su hora a una cita conmigo. De hecho, no creo que llegara jamás a su hora a ninguna cita con nadie. Quizás por eso, en esta última cita se haya adelantado tanto.

No tengo consuelo. Ni lo quiero. Yo maldigo a la muerte. Mil veces maldita. Maldigo al destino que me lo dio y ahora me lo quita.
Me duele más mi vida que su muerte. Daría lo que fuera por ser el blanco sudario que lo cubrió por última vez, la madera que arma su columbario, el frío metal que guardará sus cenizas para siempre.

Ayer lo vi por última vez. También vestía de blanco, como hace treinta años. Tenía la misma expresión en su cara. Y también me dijo aquella frase “no me bajo del caballo”; solo que ahora, con una sonrisa, me tendió la mano y me susurró: “sube a la grupa conmigo”.


IN MEMORIAM
Kiko Melero, MI AMIGO